Cuando éramos jóvenes, en nombre de la diversión y la camaradería somos capaces de negociar la marca del café o el lado de la cama. Pero pasados los veinticinco años, la edad corrompe esa mansa tolerancia: el café instantáneo nos da úlcera y las vacaciones nos encuentran rugiéndoles a las alborotadas mocosas que estiran sus mugrosos suelditos en tibias cervezas de fogón diluidas en saliva ajena.
De más está decir que no recuerdo con cariño las vacaciones con amigas. A lo lejos, me parecen una pesadilla larga y única borroneada por el tiempo. Las camarillas, los chismes despiadados, las escenas de llanto histérico y la arena en la ducha nunca me dejaron descansar. Y si bien ninguna fue igual a la otra (ni siquiera fuimos al mismo lugar, ni con la misma gente, ni con un presupuesto parecido, todas tenían algo en común: mientras que las personas cambiaban (algunas se ponían de novias y nos abandonaban, otras se separaban y venían con nosotras, algunas no tenían plata para viajar), los personajes, curiosamente, se siguen repitiendo hasta el día de hoy:
La que tiene novio, por ejemplo, desperdicia todas sus vacaciones dentro de una cabina telefónica, llorando y disculpándose con su pareja, que le pregunta que hizo durante el día para poder acusarla de puta. Es imposible sobrevivir a su relación patológica sin aconsejarle que termine: todos los días a las seis de la tarde, la que tiene novio obliga a sus amigas a correr al departamento para atender la llamada de control de su prometido y, por la noche, espanta a grupos de muchachos con sus ojos reventados por el llanto por la última discusión. Casi nunca llega al final de las vacaciones. O la mandan por encomienda a Buenos Aires o el muchacho la viene a buscar de los pelos para que vuelva.
Pero un viejo novio no es el peor problema que puede aparecer en las vacaciones. Ni siquiera extraviar el pasaporte o contraer malaria representan una verdadera tragedia. Lo peor que te puede pasar es que tu mejor amiga se enamore de alguien en los primeros días, nunca más te vuelva a dar bola y se transforme en la que sólo tiene novio.
Desde ese momento, las vacaciones son la sucesión de la misma pesadilla: ellos dos siempre encimados, azules de asfixias, con las lenguas atoradas en la garganta del otro como dos cobras en un canasto. Y ni siquiera el regreso logra aliviar la situación; las secuelas de este vínculo transitorio se extienden hasta junio, cuando por fin conocen a otra persona y se cansan de ahorrar para viajar y volver a verse.
De todos modos, mucho peor que las dos anteriores es la que no consigue novio, que está enamorada desde hace años de un chico que apenas sabe que ella existe. Sus vacaciones se esfuman montando guardia estéril a la salida del bar en el que él trabaja, en el boliche al que va por las noches o en la playa en la que toma sol. Su pasiva contemplación es tan esmerada como inútil: él nunca se da por aludido y ella termina llorando borracha, colgada de un peñasco, cuando lo ve compartiendo un licuado de sorbetes con una mocosa impactante.
El puesto de la más insufrible, sin embargo, se lo lleva la mayordoma, que es la encargada de seleccionar, firmar el contrato y verificar el inventario del departamento alquilado. Sin que nadie se lo pida, también hace una lista de supermercado, asienta en una planilla los turnos para lavar los platos y maneja el presupuesto estacional. Si surge algún inconveniente, la mayordoma tiene un botiquín, aguja e hilo, protector solar y una tarjeta para llamadas de largas distancias. Pero tanta organización tiene su costado siniestro. La mayordoma es la primera en protestar porque "nadie colabora en la casa", porque alguna duerme hasta muy tarde o porque el baño esta lleno de arena, mientras repite que es "una falta de respeto" como un fanático estribillo adolescente y habla por teléfono con su madre para contarle lo sucias que son las otras.
La descolgada siempre cae de sorpresa durante la primera semana de vacaciones con su bolsito lleno de "buena onda", la billetera vacía y muchas ganas de salir.
Le pide plata prestada a todo el mundo y consume descaradamente todos los bienes comunes mientras grita que les devolverá el triple y las invitará a su palacio imaginario en Punta del Este. Jamás colabora con las tareas domésticas: prefiere emplear su tiempo en tomar sol untada con generoso bronceador ajeno, en pedir sorbitos de tragos anónimos y en dormir hasta tarde. Cualquier reclamo que le hagan sus amigas es rechazado y declarado "mala onda" y en ningún caso afecta a su rutina de relajada vividora. En todo caso, si hay chispazos en la convivencia, la descolgada se va a la playa bien temprano a hacer nuevas amigas mientras los demás se envenenan juntando sus porquerías o dejándole el bolso en la terminal.
Para la atorranta, las vacaciones son una torpe excusa para el borroso suministro de sexo a granel. Víctima de sus hormonas expansivas, la atorranta se ofrece como muestra gratis por toda la playa. Su recorrido cubre las más diversas áreas: es capaz de sacarse toda la ropa bailando en la barra de una discoteca, pero también de arrinconar a joven padre mientras juega al metegol con sus dos hijos. Por la noche, se encierra con algún desconocido en las habitaciones de sus amigas y las deja paradas en el pasillo hasta pasado el mediodía, cuando despierta, semiinconsciente y golpeada, en el balcón del vecino. Como es de suponer, es muy proclive al hurto de novio, a la infidelidad y a la desaparición repentina. Es común encontrarla amnésica en otra localidad de la Costa, con un pelado de cincuenta años que le dice "Jésica" y le regala moneditas para la máquina de peluches.
La muerta, por su parte, no parece estar a gusto con las vacaciones colectivas, como si estuviera en su departamento dedica la mayor parte del día a tomar té o a escribir relatos y poesía tullida en un cuadernito de espiral, escondida en las alturas de una cama marinera. Es la primera en irse a dormir y en despertarse, y su misteriosa es tan aburrida como ella misma: da largas y monocordes caminatas por la playa, despacha cartas deformes en una putrefacta estafeta del centro y por las noches prefiere quedarse en casa antes que ir a bailar.
A diferencia de todas las anteriores, la saboteadora, pareciera no querer ir de vacaciones. Pero en ves de quedarse en su casa y dejar que las demás disfruten de su merecido descanso, va con ellas para joderles la vida. El número más típico de la saboteadora es perder los pasajes o el dinero para gastos quince minutos antes de salir de viaje y decirle a las demás que vayan sin ella mientras llora ahogada en un banquito de la estación. Su presencia trae siempre sorpresas que complican el desarrollo natural de la estadía: una brutal alergia a la arena debajo de la epidermis o cuatrocientos pesos en incómodos luncheon tickets que sólo aceptan en un bar del centro. Siempre pide disculpas y se hace la sufrida, pero la candtidad de contratiempos que padece no puede ser casual. Su inconsciente es, para sus amigas, una suerte de campo minado difícil de atravesar sin salir herida.
Oíme plastic girl, basándome en la fenomenología del espíritu de Hegel puedo llegar a la conclusión de que sos una pelotuda.
ResponderEliminarEscuchame, por casualidad hablaste con tus padres para averiguar si te les caíste de bebe y te golpeaste la cabeza? Digo... como ni siquiera un nombre bien escrito podes esbozar.
ResponderEliminarHaceme el favor, "plastic girl", y ponete un poco a pensar: De verdad creíste que me importaría tu opinion? WHO FUCKING CARES lo que piense tu cabecita ignorante?
Saluditos, neandertal.