9.8.10

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Muchas imágenes corrían por mi cabeza, veranos, inviernos, playas, campos, países que juntos habíamos visto pasar, pero especialmente uno fue el que más de cerca recordé. En la boca se me hizo ese sabor a miel que ese día probaba en los campos de sus abuelos. El traía una canasta para poner la miel que la abuela, cuidadosamente, sacaba con unos guantes de caucho bien gruesos y rojos, mientras yo observaba fascinada. Esa tarde merendamos panqueques caseros que yo había hecho. El abuelo le untaba la miel que acabábamos de sacar del panal enorme del granero. Fugazmente, interrumpido por algo que lo sobresaltó, se acercó hasta la radio y subió el volumen para que todos escucháramos la balada sesentona que estaban pasando. Elegantemente, le extendió la mano a su esposa y, con un dulce gesto en su rostro, comenzaron a bailar en el medio de la cocina. Nosotros, enamorados, nos miramos y con un suspiro de dulzura nos imaginamos a nosotros mismos bailando una balada de nuestra época actual, en un futuro lejano. Creo que ninguno nunca supo que ambos imaginamos lo mismo, al mismo tiempo.

Un desfile de las hermosas imágenes de ese paisaje me nubló la vista y me entorpecieron aún más la voz.
De pronto volví a mi escenario inicial: estaba frente al teléfono. La escena era negra y fría, mi cama estaba desarmada y me temblaba la mano. “Hola_ repitió la voz del otro lado del teléfono _ ¿Estás ahí?”
_ Si... Respondí.
_ Quería saber como estabas.
_ Estoy bien… Estaba durmiendo.
_ Perdón, aquí son las 4 de la tarde, no he tenido en cuenta el cambio horario.
Hice un silencio, no tenía mucho que decir. El tampoco.
¿Estás bien? Preguntó.
_ Si… Tengo que colgar. Adiós.
Sumergí mi cabeza en la almohada y cerré muy fuerte los ojos.


Ahora era el ruido del despertador el que me sobresaltaba. “Al parecer nada en esta vida pretende dejar en paz”. Me arrastré por la cama hasta salir de entre las sábanas.
¿Me había llamado o lo había soñado? Revisé el teléfono, últimas llamadas. Sí… efectivamente me había llamado. “¿Qué quería?”
Abrí la ducha y, sin mezclarla con agua fría, me metí. El vapor corría por todo el baño y parte de la casa, el frío era intolerable. Mantuve la cara bajo el agua de la ducha hasta que comenzó a quemar, y la saqué. Al salir, me sequé, me vestí y me hice un café. La última vez que había estado por una feria me había comprado un vaso térmico azul que me servía todos los días para no llegar tarde al trabajo: servía mi café en el y salía corriendo a la calle a tomar el colectivo. Así, no demoraba tomándolo en mi casa.
Mi ropa de oficina era cada vez más penosa, casi tanto como mi ropa de salir y mi ropa informal, pero en la oficina ya ni notaban mi presencia. A nadie le gustaba juntarse con gente que no tenía ganas de vivir, o que llevaban plasmado un gesto de disconformidad para con la vida, en la cara. Ésa era yo.
Trabajo en una oficina alojada en un tipo monoblock céntrico, sin aire acondicionado y con la calefacción rota. Tengo pocos compañeros, en realidad muchos, pero pocos en mi sección. Me encargo de la parte de atención de reclamos. Sí, escucho gente quejarse todo el día. Culpo a mi trabajo por parte de todo lo que me pasa.

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